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LA SANTIDAD DE LA IGLESIA Y LOS ESCÁNDALOS EN SU SENO

Como explican los teólogos, la Iglesia fundada por Jesucristo es el Reino de Dios en este mundo, el cumplimiento de la Redención, la perfección de la obra del Espíritu Santo, la manifestación más gloriosa de la Santísima Trinidad. La glorificación de la Santísima Trinidad es el fin último de la Iglesia y de toda la creación. La santidad de Dios, Uno y Trino, constituye la razón de la santidad de la Iglesia, que es por su naturaleza intrínsecamente santa, pura e inmaculada, aunque esté compuesta de pecadores.

Esta santidad es testimoniada por sus miembros. No importa cuán grande sea la corrupción dentro de la Iglesia, siempre habrá un número suficiente de santos que mantengan la verdadera fe y lleven vidas de perfección. La santidad del Cuerpo Místico no exige que todos sus miembros sean santos, sino que haya santos y que su santidad aparezca como fruto de los principios y de las reglas de santidad confiadas por Cristo a la Iglesia (Corrado Algermissen, La Chiesa e le chiese, Morcelliana 1942, pp. 3-15).

Desgraciadamente, esta dimensión sobrenatural de la Iglesia es ajena no sólo a quienes la combaten, sino a veces incluso a quienes la defienden. La Iglesia siempre ha tenido sus detractores y sus defensores, pero hoy existe el riesgo de que incluso estos últimos la consideren igual que una empresa o un movimiento político.

El Papa Francisco, por ejemplo, a menudo aparece como un líder político, más que como el sucesor de Pedro. Pero más allá del cuestionable ejercicio de su gobierno y de la representación mediática que se hace de él, sigue siendo el legítimo Vicario de Cristo, el 266º Papa de la Iglesia Católica.

Los legítimos sucesores de los Apóstoles son los cardenales que lo rodean y quienes serán los encargados de elegir a su sucesor. Sin embargo, las controversias en torno a la figura del Pontífice reinante se extienden también al Sacro Colegio, debido a los errores profesados públicamente por algunos cardenales y a los escándalos morales que, con razón o sin ella, envuelven a algunos de ellos. Los escándalos y los errores han acompañado la vida de la Iglesia desde sus orígenes, que establecieron en su seno tribunales eclesiásticos que podían verificar las acusaciones e imponer las penas eclesiásticas oportunas a los culpables. Un dato novedoso y preocupante es que las condenas y absoluciones ahora se decretan en los medios de comunicación, antes de decretarse en las salas de los tribunales eclesiásticos, invirtiendo esa tradición de discreción y justicia que siempre ha caracterizado el trabajo de la Iglesia a nivel interno.

La prensa internacional ha dado protagonismo en los últimos días al caso del cardenal peruano Juan Luis Cipriani Thorne, arzobispo de Lima, quien, según la reconstrucción de la historia realizada por el diario español El País del 25 de enero, seguida de la intervención del purpurado y de un comunicado de la Oficina de Prensa del Vaticano, ha sido objeto de medidas por parte de la Santa Sede restringiendo su actividad pública, su lugar de residencia y el uso de las insignias cardenalicias. Esto se debe a que el Papa parece considerarlo culpable de graves delitos morales y lo ha sancionado, pero sin que nadie conozca las pruebas en las que se basan dichas sanciones. Por ahora, el cardenal Cipriani se ha declarado inocente y ha protestado por el incumplimiento de las normas legales.

Al igual que el cardenal Cipriani, el arzobispo peruano José Antonio Eguren, implicado en los recientes acontecimientos que llevaron a la supresión del Sodalitium Christianae Vitae, denunció haber sido sometido a un proceso en el que no se respetaron sus derechos, dando a entender que la Santa Sede procede en el plano legal utilizando prácticas indignas de la Iglesia de Cristo.

El riesgo es que a los abusos morales de los que se acusa a estos prelados se superpongan abusos jurídicos igualmente graves. Esto puede levantar una nube de incertidumbre en torno a los numerosos escándalos que han golpeado al Colegio cardenalicio en los últimos años del pontificado, empezando por el caso del cardenal Theodore McCarrick, expulsado del estado clerical por el Papa Francisco en febrero de 2019 por abusos sexuales en los que estaba implicado.

Un mes después, en marzo de 2019, el arzobispo emérito de Santiago de Chile Ricardo Ezzati Andrello, nombrado cardenal por el propio Papa Bergoglio en 2014, tuvo que renunciar al cargo de arzobispo, por haber encubierto denuncias de abusos sexuales a menores. Al mismo tiempo, en Francia, el cardenal Philippe Barbarin fue condenado a seis meses de prisión con pena suspendida por no denunciar los abusos sexuales cometidos por un sacerdote de su diócesis. Aunque la condena fue revocada posteriormente en apelación en enero de 2020, Barbarin presentó su renuncia como arzobispo de Lyon, que el Papa Francisco aceptó en marzo de 2020.

El 24 de septiembre de 2020, el Papa Francisco aceptó la renuncia del cardenal Becciu a los “derechos vinculados al cardenalato”, incluido el de ingresar a un futuro cónclave. Becciu estuvo involucrado en un escándalo de inversiones inmobiliarias en Londres. Siempre mantuvo su inocencia, pero en diciembre de 2023 un tribunal vaticano, compuesto exclusivamente por jueces laicos, lo condenó a cinco años y seis meses de prisión, con inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos por delitos financieros, incluidos malversación de fondos, lavado de dinero, fraude, extorsión y abuso de poder.

El caso del cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa, coordinador del grupo llamado a asesorar al Papa en el gobierno de la Iglesia, no parece haber tenido consecuencias penales. En 2017, el cardenal hondureño se encontró en el centro de acusaciones de mala gestión financiera, incluyendo haber recibido grandes sumas de dinero de la Universidad Católica de Honduras, donde era canciller, pero recién renunció como arzobispo de la diócesis en 2023, a los 81 años.

Los escándalos doctrinales y morales invaden ahora todo el cuerpo social de la Iglesia, desfigurando su imagen. Cualquiera que frecuente las comunidades eclesiales conoce la triste situación en la que se encuentran muchas de ellas. La imagen muestra a unos párrocos oportunistas y cobardes; obispos de negocios, ignorantes de teología y derecho canónico; superiores de órdenes religiosas más atentos a organizar lobbys dentro de sus propias congregaciones que al bien de los fieles; hombres y mujeres religiosos, ahora desilusionados con la Iglesia, que pisotean sus votos religiosos. Sin hablar del estado de degradación en que se encuentran los edificios eclesiásticos, cuando no están sostenidos por potentes aportaciones estatales o europeas, pero sobre todo llama la atención la dejadez e indiferencia con que se celebra el Santo Sacrificio de la Misa, cada vez más alejado, no sólo en la forma, sino también en el espíritu, del apostólico.

¿Es esta una razón para meter a todos en el mismo saco y arrojar con desprecio a la Iglesia visible por la borda? No es esto lo que haría Nuestra Señora, quien al pie de la Cruz redobló su amor por el Cuerpo herido de Nuestro Señor. La Iglesia en la tierra es Cristo mismo, sobreviviendo de modo místico. La historia de la Iglesia refleja su vida. Toda la vida del Hijo de Dios fue un Vía Crucis y así es la vida de la Iglesia a lo largo de los convulsos acontecimientos históricos. Y así como en la vida de Jesús al Viernes Santo siguió el triunfante Domingo de Pascua, así también los miembros de la Iglesia participarán un día en su glorificación. Por eso Jesús dijo a sus discípulos: «Quien persevere hasta el fin, ése se salvará» ( Mt 24, 13-14).

Las heridas infligidas a la Iglesia por sus miembros internos deben, por tanto, alimentar nuestra perseverancia y nuestra confianza en la indefectibilidad de la Iglesia. Cuanto más se mortifica, más debe crecer nuestro deseo de exaltarlo y glorificarlo.

Los corazones magnánimos confían en el triunfo final de la Iglesia, destinada a brillar santa e inmaculada, no sólo al final de los tiempos, sino en un futuro histórico que la Providencia realizará ciertamente según sus misteriosos designios.

AcaPrensa / Roberto de Mattei / Corrispondenza Romana

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