No voy a dar nombres ni porcentajes nuevos. Yo no tengo fuentes privadas ni datos confidenciales. Tengo los datos que todos conocemos; por ejemplo, que siempre que se hace una estadística de abuso de menores (sobre todo, si se incluye adolescentes), se encuentra que la mayor parte de los abusados sexualmente son varones que han sido abusados por varones. En cualquier otro campo de la estadística o la sociología, un dato así llamaría poderosamente la atención y acarrearía las acciones pertinentes. En la Iglesia Católica de hoy, el dato se omite mayormente, no se toman medidas enfocadas a enfrentar esa realidad y todo se cubre bajo un manto común (que también es real) de “clericalismo».
Así que nadie espere de este breve escrito revelaciones insospechadas o un destapar de escándalos inéditos.
Quiero enfocarme más bien en un serio malentendido que ha sido difundido por varios conferencistas y predicadores de bastante renombre, entre los que se cuenta un antiguo Maestro de la Orden de Predicadores (esto es, superior general de mi propia comunidad): Fr. Timothy Radcliffe. Solo por citar un texto suyo: en Noviembre de 2005, él publicó un extenso artículo en The Tablet bajo el título “Can Gays be Priests?” (¿Pueden ser sacerdotes los gays?). Citemos una de sus frases:
Una vocación es un llamado de Dios. Habiendo trabajado con obispos y sacerdotes de todo el mundo, no tengo ninguna duda de que Dios llama a los homosexuales al sacerdocio, y ellos están entre los más dedicados e impresionantes sacerdotes que he conocido.
Estas palabras no son una excepción, viniendo de su boca o de su pluma: han sido su modo consistente de expresarse al respecto. También es cierto que el mismo tono puede uno encontrar en muchas otras declaraciones de sacerdotes de otras comunidades religiosas, y también en algunos diocesanos.
Por su parte, como sabemos, el Papa Francisco ha mantenido a la vez una actitud de gran apertura y afectuosísimo apoyo a lo que se ha llamado pastoral LGBT (al estilo del muy conocido P. James Martin, S.J.) mientras, a la vez, enseña que, si hay una tendencia arraigada al homosexualismo, una persona no debería intentar ser sacerdote. Las palabras fuertes con que se ha referido a este tema (en mayo de 2024) valieron después una disculpa por parte del mismo Vaticano.
En toda esta discusión hay tres realidades que se entrecruzan:
1. Cuando Radcliffe u otros hablan de personas homosexuales no mencionan un punto que es fundamental en la moral católica: la distinción entre la tendencia y la práctica homosexual. Queda en el aire la impresión de que, si esto no importa, no debería nadie hacerse problema con que un sacerdote tenga una vida homosexual activa.
2. En la pastoral de James Martin y de otros parece claro que todo consiste en acoger, incluir, no discriminar e incluso celebrar. El verbo que nunca aparece es “convertirse” (verbo demonizado ciertamente con toda la legislación en contra de las llamadas “terapias de conversión»). Queda en el aire que, si una persona no tiene que ser llamada a conversión por un determinado comportamiento, entonces ese comportamiento no riñe con la moral cristiana.
3. En ocasiones asoma un tema cultural, que se vio muy claramente a partir del rechazo que Fiducia supplicans (de diciembre de 2023) tuvo en la mayor parte del episcopado africano, prácticamente desde su publicación. El punto es que fácilmente se da por supuesto que las culturas “atrasadas” o “primitivas», como algunos suponen que son las africanas, no logran captar la dirección supuestamente inexorable hacia donde va la Historia; dirección que al final aprueba toda clase de expresiones sexuales. Lo “desarrollado” e “inevitable” equivale a lo “progresista», según esa manera de pensar.
Si uno profundiza más, se da cuenta que “el mundo” (en sentido bíblico), y quienes le siguen, ha dado la espalda a la sabia enseñanza del Papa San Pablo VI en Humanae vitae, n. 12:
El acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad.
Observamos nosotros que, a precio de destruir el vínculo entre los fines propios del afecto conyugal (unitivo y procreativo), se han creado dos gigantescas industrias, fuentes de inmenso lucro: por una parte, la sexualidad desenfrenada, que ya ni siquiera mira si se trata de placer con hombre, mujer o cosa; y por otra parte, los varios negocios de procreación asistida, con su imparable producción y uso de embriones humanos. Por supuesto, tales torrentes de dinero y placer son hoy durísimos obstáculos en contra de una enseñanza moral como la que predicaron Pablo VI o Juan Pablo II.
Pero volvamos a nuestro tema central. Cuando se entiende la sexualidad como negocio, como entretenimiento o como pura expresión de afectividad, quedan de hecho igualados el deseo sexual heterosexual y el deseo homosexual. Es así que en nuestro tiempo ambos son vistos, casi unánimemente, como expresiones subjetivas que deben ser respetadas o incluso “celebradas” por la sociedad. La Iglesia, en ese enfoque, debería unirse a esa corriente de aprobación y “orgullo” precisamente para dar una señal de tolerancia, convivencia pacífica, e incluso, amor cristiano.
¿Se reduce todo al deseo?
Y ese es el punto que creo que debemos abordar en primer lugar: ¿De verdad es equivalente el deseo heterosexual y el deseo homosexual? O, si son diferentes, ¿qué implicaciones tiene ello en la vida de la Iglesia y concretamente en el ejercicio del orden sagrado?
El año de mi ordenación sacerdotal, 1992, se celebró en México el Capítulo General de los Dominicos en que fue elegido el padre Radcliffe. En cuanto a nuestro tema, uno de los argumentos que se planteó en ese Capítulo fue que la castidad propia de los religiosos regía para todos los que hemos hecho este voto: heterosexuales u homosexuales, y que en ambos casos se requería de una vida célibe en perfecta continencia. Dice textualmente en su Informe el anterior Maestro de la Orden, Fr. Damian Byrne:
Debe entenderse claramente que, sin que importe cuál sea la orientación sexual que uno tenga, el voto [de castidad] exige una vida célibe en perfecta continencia.
Si bien el tono parece austero, parece claro que aquellos dominicos acogieron como doctrina para la Orden lo mismo que estamos estudiando en este artículo, esto es, que tanto lo heterosexual como lo homosexual finalmente son deseos y que lo que un fraile debe hacer es aprender a “manejar” esos deseos de manera que pueda vivir en “continencia».
Por cierto, el uso de esa palabra, que no es la más característica para hablar de castidad en la Orden de Santo Domingo, revela algo: en cuanto “contenerse” (que es próximo a obligarse o incluso a reprimirse) puede haber una semejanza externa entre deseos hacia el otro sexo o hacia el propio. Pero, ¿se capta así correctamente la esencia del voto de castidad de un varón consagrado, uno que va tras las huellas y el ejemplo del Verbo Encarnado? ¿Es así, de verdad, que unos deseos y otros son tan completamente semejantes?
Los hechos que yo he conocido en más de 30 años de ministerio ordenado, predicando retiros a más de 1000 sacerdotes en países tan diversos como Estados Unidos, México, España, Panamá, República Dominicana, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina; esos hechos me conducen a un “no” bastante claro: no es lo mismo, para un hombre consagrado, buscar la castidad cuando existe una orientación sexual hacia otros hombres que cuando hay una orientación hacia las mujeres–si bien es cierto que en ambos casos pueden darse irregularidades, abusos y pecados.
¿Dónde están las diferencias? Para comprenderlo hay que salir del ámbito individualista que se centra sólo en cada quien y en sus apetencias. La visión externalista y pragmatista de aquel texto del Capítulo General de 1992 se queda solo en el individuo y al final lo que tiene para decirle es: “Sientas lo que sientas, o desees lo que desees, con quien sea, no se te ocurra ponerlo en práctica». Y desde ese ángulo da lo mismo cuál sea el deseo íntimo del mismo individuo.
Las cosas cambian cuando examinamos a quién se dirige tal deseo y en qué entorno sucede. Vamos por partes.
El caso heterosexual
¿Cómo reacciona una mujer que se sabe deseada y que, sabiéndolo, de algún modo se involucra en una relación con un hombre consagrado? ¿Qué expectativas tiene? ¿Qué futuro desearía, incluso si tal futuro parece imposible? Para responder, me remito a mi experiencia en el servicio a los sacerdotes a través de incontables horas de diálogo, consejería y confesión: sin que yo conozca una sola excepción, la mujer enamorada que se sabe deseada quiere tener a ese hombre para ella. No quiere simplemente momentos o “experiencias»; no le bastan noches de placer, días de cercanía o regalos costosos. Finalmente lo que ella quiere es que él esté con ella, exista para ella, viva junto a ella, construya una historia que ambos puedan llamar “nuestra historia”.
No faltarán mujeres que, por admiración sumisa, realismo resignado u otras causas, acepten permanecer “en la sombra” pero el deseo y tendencia del corazón femenino no es ese. Hay razones antropológicas muy profundas que explican su anhelo; razones en las que no podemos detenernos aquí pero que se resumen en la palabra “hogar»: la mujer quiere hogar: espacio donde su propia ternura, su singularidad de mujer, la historia de su propia afectividad dada y recibida se concrete en ritmos, espacios y rituales de afecto que le llenen el corazón de recuerdos y gratas expectativas. En el fondo, es la misma razón por la que muchas hijas, que están perfectamente bien en casa de sus padres, empiezan a sentir una necesidad de tener su espacio propio, que puedan decorar a su manera: un espacio en que puedan exteriorizar e imprimir su propia sensibilidad, gusto, manera de ver y organizar el mundo.
Si este análisis es correcto, entonces el impulso de la mujer enamorada que se sabe deseada puede sintetizarse en términos de una fuerza “centrífuga”: en el fondo ella quiere que ese varón, independientemente de que sea un “consagrado», sea del todo suyo. Por lo mismo, si de verdad se siente deseada y si de verdad está enamorada, no quiere lidiar con obispos, con provinciales, con otros frailes, o con las múltiples solicitaciones propias del ministerio ordenado de su hombre. Repito: su impulso es esencialmente “centrífugo», en la medida en que quiere que ese hombre salga de donde está para quedarse con ella.
El caso homosexual
La persona homosexual, que en este caso es un varón que se sabe deseado por otro varón (consagrado) tiene una lógica distinta a la de la mujer. Su centro de gravedad muy pocas veces o ninguna busca algo que se llame “hogar”: su interés se concentra mucho más en lo corporal y material, y para ello le conviene que ese consagrado esté donde está.
Yo he conocido un número representativo de hombres involucrados en relaciones homosexuales con religiosos o sacerdotes. Siempre los he tratado con respeto pero también con absoluta claridad a partir de la enseñanza de la Iglesia. ¿Qué desean? Por supuesto, la intimidad física y la exclusividad; pero también quieren poder, dinero, lujos, lugares exclusivos. En muchos casos, sus exigencias se acercan bastante a un modo elegante de prostitución masculina–aunque por supuesto tal designación les parecerá degradante y dirán que es completamente incapaz de describir sus sentimientos.
Lo cierto, sin embargo, es que en el caso homosexual el impulso “centrífugo», que es tan vigoroso en la mujer, no existe prácticamente nunca en estos varones, de hecho: nunca en los casos que yo he conocido. Lo que yo he visto, y que muchos han visto pero difícilmente lo dirán en público, es que aquel que se vuelve pareja de un hombre consagrado, no tiene interés en llevárselo sino en disfrutarlo y disfrutar de aquello que tal consagrado le pueda dar desde su realidad, su cargo y su manejo del dinero.
Por este motivo las relaciones homosexuales toman un carácter distinto: sólo rarísimamente avanzan hacia la consolidación de algo que parezca un hogar; al contrario, permanecen en una especie de bucle firme y muy bien defendido en el que se perpetúa el intercambio de placer, dinero, regalos y privilegios. Con lo cual podemos explicar también el origen de lo que a veces se ha llamado el “lobby gay».
El Lobby Gay no es otra cosa que la consolidación de ese intercambio que acabamos de describir: todo parte de un pacto de complicidades, que implica a varios o muchos varones, y en el que circulan regalos, nombramientos, protegerse la espalda, cuidar privilegios y sobre todo, asegurarse en el poder. El impulso aquí, lejos de ser “centrífugo” es completamente “centrípeto»: de lo que se trata es de consolidarse en el mando y controlar, desde el centro, la información que llegue a ser pública.
Por el camino de estos datos y estas consideraciones uno entiende cuán irreal, e incluso irresponsable, resulta presentar como equivalentes el deseo heterosexual y el deseo homosexual: su modo de iniciarse, de crecer y de consolidarse son tan distintos que efectivamente llevan a desenlaces harto diferentes. En el caso homosexual, la experiencia muestra que se avanza hacia una especie de enquistamiento en el poder que asegura dos cosas: defensa del grupo y provisión de nuevos cuerpos jóvenes: los de aquellos que tengan tales inclinaciones o estén poseídos de una ambición grande de acceder a esos círculos.
Antes de cerrar este artículo, quiero apuntar dos cosas. Primera, que por su misma naturaleza de secretismo y protección mutua es extremadamente difícil saber cuál es la extensión real de esta situación en cada ámbito de la Iglesia. Ocasionalmente uno puede tener sospechas sobre una u otra persona pero es brutalmente irresponsable y absolutamente contrario a la caridad cristiana lanzar acusaciones concretas, salvo si hay certeza plena que pueda ser llevada, en caso necesario, a un juicio canónico.
En segundo lugar: todo esto que hemos dicho explica bastante bien las actitudes disciplinarias y de formación a las que hemos mencionado al referirnos al Papa Francisco. Si bien él desea una Iglesia que sepa acoger a todos, evidentemente no es ciego frente a hechos como los que aquí comentamos.
Conclusión
En todos los siglos una vida casta, serena, generosa y alegre ha sido un inmenso desafío. No tendría que ser menor en nuestro tiempo.
Quienes por misericordia de Dios hemos recibido y ejercemos el ministerio ordenado somos conscientes de nuestras debilidades pero también sabemos que pretender justificarlas es y será siempre una negación de la gracia suficiente que Jesucristo está dispuesto a darnos. Nuestras faltas y pecados, en cualquier área de la vida, son motivo de tristeza, indignación y escándalo en el Pueblo de Dios, incluso si algunas personas se muestran inclinadas a ser más nuestros cómplices que nuestros verdaderos amigos en el Señor.
Debe quedar claro que cualquier falta contra la castidad hace daño al Cuerpo de Cristo pero también hay que entender que son diferentes las dinámicas que brotan del deseo heterosexual y del deseo homosexual: mientras que el primero genera un impulso centrífugo, que tiende a formar algo semejante o igual a un “hogar», el otro impulso, el homosexual, tiende más bien a la autopreservación en el poder según la lógica de lo que se ha llamado Lobby Gay.
Soy consciente de que es fácil omitir lo dicho en este artículo y reducirlo todo a “chismes», “tendencias ultraconservadoras” o “interpretaciones subjetivas». Invito a quienes así piensen a que intenten mover un poco el mundo de las personas involucradas o posiblemente involucradas en relaciones homosexuales. La auténtica guerra que esto suele suscitar les hará despertar de sus ilusiones.
Puesto que estas realidades nos atañen a todos, en cuanto creyentes, también a todos nos atañe cultivar las virtudes de humildad, oración, penitencia, dominio propio y auténtica caridad para que la Iglesia, liberada de la carga de los pecados de este orden, y en realidad, de todo orden, responda con mayor fidelidad y libertad al amor de Cristo y a la misión de llevar el Evangelio íntegro a todas las naciones.
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