Su Beatitud el Cardenal Pierbattista Pizzaballa OFM inauguró el Año Santo en la Basílica de la Anunciación en Nazaret. También el Patriarcado Latino de Jerusalén vive este año de gracia con su pastor y lo inicia en un lugar muy particular: el lugar donde el ángel anunció a la Virgen el acontecimiento de esperanza por excelencia: la encarnación.
Comentando el Evangelio de hoy, Pizzaballa subrayó: «Guardar es más que conservar: es dejar que el tiempo nos haga comprender poco a poco los acontecimientos, y no resignarnos a ellos, sino vivirlos con confianza. La certeza de que nada nos separará del amor de Dios, la seguridad que proviene de su fidelidad no puede fallar, y nada, absolutamente nada ni nadie podrá jamás separarnos del amor de Dios esa es nuestra esperanza» una y otra vez: «Necesitamos realmente un jubileo, que Dios cancele nuestras deudas, que quite de nuestros hombros y de nuestro corazón el peso insoportable de nuestros pecados, de nuestros miedos, que devuelva la luz a nuestros ojos, para ver el cumplimiento de su Reino, que no es de este mundo, pero que da sentido a nuestro estar en el mundo.
Este es, en última instancia, el significado de la indulgencia que podremos obtener durante este año: recibir el perdón de Dios, que vuelve a abrir nuestro corazón a la confianza y a la esperanza, que Él olvida completamente nuestro pecado y nos permite reanudar nuestro camino hacia el cielo con un espíritu nuevo, con un corazón nuevo y con el entusiasmo gozoso de quien ha redescubierto un tesoro perdido».
Homilía del Patriarca Latino de Jerusalén
Amados hermanos, ¡Que el Señor os dé la paz! En esta solemnidad de la Sagrada Familia, hoy inauguramos oficialmente el Jubileo del año 2025, por lo tanto un año especial.
El Papa ha querido que este año jubilar se centre en la esperanza, una de las tres virtudes teologales, y que en este difícil período de la vida del mundo parece ser la más afectada, debido a las guerras, los odios y en general las grandes violencias que nos rodean. De hecho, es muy difícil hablar de esperanza, creer que hay esperanza, cuando todo lo que nos rodea habla de guerra, violencia, pobreza y dureza de vida.
Todo esto lo vivimos desde hace demasiado tiempo aquí en Tierra Santa, especialmente en este último año. Pero quizás, incluso antes, teníamos poca fe en el futuro y pocas ganas de involucrarnos. De hecho, la esperanza es el acicate y el fundamento de toda iniciativa. No iniciamos un nuevo negocio si no tenemos fe en triunfar, si no aceptamos el riesgo que todo inicio conlleva, en definitiva, si no tenemos esperanza de hacer algo bonito y grande, de triunfar en la empresa. No emprendemos un trabajo sin la confianza para tener éxito.
La esperanza, de hecho, necesita la fe. Fe en Dios, ante todo. No se trata de saber de memoria el Credo, sino de ser conscientes de la presencia de Dios en la propia vida. La fe en Dios nos lleva a tener una mirada que va más allá de nosotros mismos, a creer en la obra de Dios, que no es lejana ni inmutable, sino que al contrario actúa en la vida del mundo y del hombre.
Tener fe en Dios significa no confiar sólo en las propias acciones y capacidades, que muchas veces muestran todas sus limitaciones. Significa saber compartir y confiar la propia vida, la propia pasión a Dios, con la conciencia de que, en esa amistad divina, esa vida y esa pasión se volverán más luminosas y completas. Y como consecuencia natural, significa también tener una mirada confiada hacia los demás, creer en ellos. Nuestros fracasos no debilitan nuestra fe en Dios, Todopoderoso y misericordioso, sino que la fortalecen, porque en esa relación particular experimentamos cada vez el perdón de Dios y una confianza renovada. Por eso, para el creyente la mirada hacia los demás permanece abierta a la confianza, a pesar de las inevitables dificultades presentes en toda relación humana.
Sin embargo, la esperanza también necesita la paciencia. San Pablo nos enseña que la paciencia cristiana es la capacidad de afrontar la vida con sus problemas y vicisitudes: “Nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia la virtud probada y la virtud probada esperanza” (Rom. 5,3-4). La paciencia sin esperanza no es más que una dura resignación ante un destino contra el que es inútil luchar. La esperanza sin paciencia es engaño, porque nos engaña haciéndonos creer que conseguiremos lo que queremos sin el esfuerzo de vivir.
La esperanza, por tanto, exige también saber esperar. Vivimos en una época que no sabe esperar, que lo quiere todo de inmediato, que no sabe mantener separados el deseo de un bien y su consecución en el tiempo. Queremos la paz ahora, ahora. Queremos que el dolor termine ahora. Queremos la solución a nuestros problemas y no nos resignamos a la idea de que debemos esperar, con paciencia, pero sin resignarnos.
La esperanza, en efecto, ilumina la espera con la acción. El tiempo presente, con todas sus dificultades, no cesa en su acción, en el deseo de construir algo bello, de colaborar en la construcción de un edificio sólido de amistad, de solidaridad, de amor. La esperanza exige también saber confiar el fruto del propio trabajo a los demás, con tiempo y paciencia.
El Evangelio que hemos escuchado tiene una expresión que viene en nuestra ayuda: «María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,51). La Virgen María pasó por increíbles vicisitudes en poco tiempo, que pusieron su vida patas arriba. Su historia, su relación con ese Niño que es su Señor y su carne, que es la Vida que ella da, ha superado ya muchas pruebas. Pero todavía no sabe cómo entender del todo lo que le pasó. María guarda en su corazón la exaltación del anuncio del ángel, el canto del magnificat que brotó de su corazón cuando conoció a Isabel, el momento único, repentino y sorprendente en el que lo sintió moverse por primera vez en su interior. Y luego el aviso del censo, dejando el hogar materno y afrontando un largo viaje. Llegando a Belén donde no hay lugar para ellos, y dando a luz en la Gruta. Y luego su particular crecimiento, que, a pesar de ser un niño, enseña a los eruditos en el Templo. ¿Cuántas dificultades, cuántos «por qué» golpearon su corazón y su mente? “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.
Guardar es más que conservar: es dejar que el tiempo nos haga comprender poco a poco los acontecimientos, y no resignarnos a ellos, sino vivirlos con confianza. La certeza de que nada nos separará del amor de Dios, la seguridad, que proviene de su fidelidad, no puede fallar, y nada, absolutamente nada ni nadie podrá jamás separarnos del amor de Dios que es nuestra esperanza.
Según la Biblia, en el jubileo se libera a los presos, se cancelan las deudas, se devuelven las propiedades e incluso descansa la tierra. Experimentamos la reconciliación con Dios y con los demás, vivimos en paz con todos y promovemos la justicia. Es una renovación espiritual, personal y comunitaria (Lev 25; Is 61,1-2). Al comienzo de su ministerio público, precisamente en Nazaret, Jesús dirá que el verdadero jubileo se realiza en el encuentro con Él y en la escucha de su palabra (Lc 4,18-19).
En esta terrible guerra, no sólo hay muchos prisioneros, de todos los bandos, que necesitan ver nuevamente la luz de la libertad. Ampliando nuestra mirada a todos nosotros, creo que, de una manera u otra, todos somos prisioneros de esta guerra y de sus consecuencias. El odio, el resentimiento y el miedo nos mantienen estancados en las relaciones, en la confianza mutua. Estamos cerrados, aprisionados en nuestros miedos, que no nos permiten tener coraje, tener una mirada de confianza y por tanto también de esperanza hacia los demás, hacia el futuro. Hacia Dios, como Aquel que es capaz de traer vida incluso donde todo parece muerto y acabado.
Realmente necesitamos un jubileo, para que Dios cancele nuestras deudas, para que quite de nuestros hombros y de nuestro corazón el peso insoportable de nuestros pecados, de nuestros miedos, para que devuelva la luz a nuestros ojos, para que veamos el cumplimiento de Su Reino, que no es de este mundo, pero que da sentido a nuestro estar en el mundo.
Este es, en última instancia, el significado de la indulgencia que podremos obtener durante este año: recibir el perdón de Dios, que vuelve a abrir nuestro corazón a la confianza y a la esperanza, que Él olvida completamente nuestro pecado y nos permite reanudar nuestro camino. hacia el cielo con espíritu nuevo, con corazón nuevo y con el entusiasmo gozoso de quien ha encontrado un tesoro perdido.
Realmente necesitamos esta renovación espiritual, que devuelva a nuestros hogares y comunidades la confianza en la obra de Dios y con ella la esperanza activa de poder algún día obtener la paz que todos deseamos.
Que la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, nos acompañe y proteja en este camino, nunca sencillo, pero siempre maravilloso.
AcaPrensa / Silere non possum