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LA ENFERMEDAD DEL PAPA FRANCISCO Y LA DEVOCIÓN AL PAPADO

AcaPrensa / Roberto de Mattei / Corrispondenza Romana

El 22 de febrero, después de llevar varios días internado en el policlínico Gemelli, se ha agravado el estado de salud del papa Francisco. Ese día se conmemoraba la festividad de la Cátedra de San Pedro, tradición de larga data cuya celebración en Roma está confirmada desde el siglo IV. En ella se dan gracias a Dios por la misión confiada por Cristo al apóstol San Pedro y sus sucesores de apacentar, guiar y dirigir a su grey universal.

En al ábside de la Basílica de San Pedro, Gian Lorenzo Bernini levantó un monumento a la Cátedra del Apóstol en forma de un enorme trono de bronce sostenido por cuatro estatuas de sendos doctores de la Iglesia: dos de Occidente (San Agustín y San Ambrosio) y dos de Oriente (San Juan Crisóstomo y San Ananasio).

Otro gran doctor de la Iglesia, San Jerónimo, escribió: «Por eso juzgué que debía yo consultar a la cátedra de Pedro y a la fe alabada por boca apostólica, y buscar alimento para mi alma allí donde en otro tiempo recibí la vestidura de Cristo. […] Yo, que no sigo más primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro» (Epistolario, Carta 15, 1 y 2).

En esta epístola, que se remonta a finales del siglo IV, San Jerónimo no se limita a proclamar la doctrina del primado de San Pedro, que será definida como regla de Fe por el Concilio de Florencia, el de Trento y sobre todo el Vaticano I mediante la constitución Pastor Aeternus; afirma igualmente la necesidad de la devoción al Papa como elemento fundamental de la espiritualidad católica. La devoción al Soberano Pontífice, al igual que la devoción a la Virgen, es un pilar de la espiritualidad católica. Esta devoción no se dirige a un principio abstracto, sino a un hombre que encarna un principio y que, a pesar de su precariedad humana, es también Vicario de Cristo.

Como hombre, el Papa es débil y falible. Su fragilidad es física, psicológica y moral. Como persona privada, puede ser inmoral, ambicioso y hasta hereje y sacrílego. Y como persona pública, aunque en el gobierno de la Iglesia no sea infalible, el Papa puede ser infalible en sus enseñanzas. Para que lo sea, es preciso que respete unas condiciones determinadas, que están aclaradas en la constitución Pastor Aeternus del 18 de julio de 1870. El Papa tiene que hablar como persona pública, ex cathedra, con la intención de definir una verdad de Fe y de moral e imponerla como obligatoria para todos los creyentes. Lo cual, desgraciadamente, ha sido rarísimo de un siglo para acá.

La enfermedad del Papa, la muerte del Papa, de todo pontífice, nos recuerda el contraste que existe entre la persona privada del Papa, que puede ser débil y vacilante, y la pública, que expresa la infalibilidad de la Iglesia.

No es lo mismo la muerte de un pontífice que la de un soberano temporal. El Rey deriva su legitimidad de la sangre, es decir del vínculo biológico con sus antepasados. Cuando muere sobrevive en sus herederos, que llevan la misma sangre. En cambio, el Sumo Pontífice es totalmente extraño a esa característica biológica. No sobrevive en otros hombres porque no tiene herederos biológicos. El Rey ha muerto; viva el Rey, se proclamaba cuando el monarca exhalaba el último suspiro. Con el Papa no pasa eso, porque la elección de su sucesor no tiene lugar al momento que sigue a su muerte, sino después de un cónclave, el cual puede ser largo y reñido. Podría decirse incluso «el Papa ha muerto, viva la Iglesia», porque antes que el Papa está la Iglesia, que lo antecede y sobrevive, siempre viva y siempre victoriosa.

Al igual que los organismos humanos, las monarquías e imperios terrenos nacen y mueren. Las civilizaciones son mortales. Mientras que la Iglesia, que nació de la Sangre del Calvario, es inmortal e indefectible: durará hasta el fin del mundo.

El contraste entre la caducidad física de la persona y la inmortalidad de la institución se expresaba antes con un rito que se celebró hasta 1963. Acabado de elegir, el Papa aparecía en la Basílica de San Pedro con toda su majestad sentado en la silla gestatoria y rodeado por los guardias suizos y la guardia noble mientras dos camareros privados, ataviados con capas rojas ornadas de blanco armiño blandían flabelos. En un momento determinado de la ceremonia, un maestro de ceremonias se arrodillaba tres veces, encendía unos trozos de estopa ensartados en una vara de plata y mientras la llama ardía cantaba lentamente: «Pater Sancte, ¡sic transit gloria mundi!» Santo Padre, ¡así pasa la gloria del mundo!

Estas palabras sobre la transitoriedad del mundo servían de advertencia para el hombre al que aquel día se ceñía con la corona destinada a la más alta autoridad sobre la Tierra: no os jactéis de la gloria que hoy os envuelve; recordad que sois un frágil hombre, destinado a enfermar y morir.

La última vez que tuvo lugar esta ceremonia fue en la Plaza de San Pedro el 30 de junio de 1963 con motivo de la coronación de Pablo VI. Cuando después de la Misa pontifical el Papa depuso la mitra y se cubrió con la tiara, mientras resonaba por última vez después de innumerables siglos la solemne fórmula: «Recibe la tiara ornada de tres coronas, sabiendo que eres padre de príncipes y reyes, emperador del mundo, Vicario en la Tierra de Nuestro Señor Jesucristo Salvador, al cual sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos».

Una de las primeras decisiones que tomó el flamante pontífice fue precisamente eliminar la ceremonia de la coronación pontificia, que se remontaba a antes del siglo IX, como se puede apreciar en el Ordo Romanus IX de la época de León III.

Con el gesto de Pablo VI se inició la confusión entre hombre e institución, que acabaría por disolver la auténtica devoción al papado; devoción que no es culto al hombre que ocupa la silla de San Pedro, sino amor y veneración a la misión pública que encomendó Jesucristo a San Pedro y sus sucesores. Misión que puede tocarle desempeñar a un hombre débil, inadecuado para sus funciones, pero que no por ello deja de ser el legítimo sucesor del primer pontífice, y que debe ser amado y seguido en su fragilidad, su sufrimiento y su muerte.

Por esa razón el profesor Plínio Correa de Oliveira escribió hace muchos años con palabras de extraordinaria actualidad: «En la gloriosa cadena constituida por la Santísima Trinidad, la Virgen y el Papa, éste último es el más frágil de los eslabones, por ser más terrenal, más humano y, en cierto sentido, estar rodeado de circunstancias que pueden desacreditarlo. Suele decirse que el valor de una cadena viene determinado precisamente por su eslabón más frágil. Por ello, la manera más excelente de amar esta extraordinaria cadena es besar su eslabón más débil: el Papado; profesar plena fidelidad a la Cátedra de San Pedro, a la que se tiene tan poca fidelidad».

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