AcaPrensa / Roberto de Mattei / Traducido Bruno de la Inmaculada
Como explican los teólogos, la Iglesia fundada por Jesucristo es el Reino de Dios en este mundo, el cumplimiento de la Redención, la perfección de la obra del Espíritu Santo, la más gloriosa manifestación de la Santísima Trinidad. La glorificación de la Santísima Trinidad es el fin último de la Iglesia y de toda la creación. La santidad de Dios uno y trino es la razón de la santidad de la Iglesia, que por naturaleza es intrínsecamente santa, pura e inmaculada, aunque esté integrada por pecadores.
De esta santidad dan testimonio sus miembros. Por mucha que sea la corrupción en el interior de la Iglesia, siempre habrá un número suficiente de santos que mantengan la verdadera fe y lleven una vida de perfección. La santidad del Cuerpo Místico no exige que todos sus miembros sean santos, sino que haya santos y que su santidad se muestre como fruto de los principios y reglas de santidad que Cristo confió a la Iglesia (Corrado Algermissen, La Chiesa e le chiese, Morcelliana 1942, pp. 3-15).
Desgraciadamente, esta dimensión sobrenatural de la Iglesia no sólo es desconocida para quienes la combaten, sino a veces también para quienes la defienden. La Iglesia siempre ha tenido detractores y defensores, pero hoy en día existe el peligro de que estos últimos la vean también como una especie de empresa comercial o de movimiento político.
Por ejemplo, con frecuencia el papa Francisco parece más un dirigente político que el sucesor de San Pedro. Pero dejando de lado el discutible ejercicio de su gobierno y la representación mediática que se hace del mismo, sigue siendo el legítimo Vicario de Cristo, el 266º pontífice de la Iglesia Católica.
Los cardenales que están a su alrededor son también legítimos sucesores de los Apóstoles, y les tocará elegir a su sucesor. Con todo, las polémicas suscitadas en torno a la figura del pontífice reinante se extienden al Sacro Colegio a causa de los errores profesados por ciertos purpurados y los escándalos morales que, con razón o sin ella, afectan a algunos de ellos.
Escándalos y errores que han acompañado desde sus orígenes a la Iglesia, la cual ha instaurado tribunales para que verifiquen las acusaciones e impongan a los culpables las penas debidas según el derecho eclesiástico. Una novedad preocupante es que actualmente las sentencias y absoluciones las dictaminan los medios informativos antes de que se resuelvan en los tribunales eclesiásticos, alterando con ello la tradición de discreción y justicia que siempre distinguió el accionar intento de la Iglesia.
La prensa internacional ha puesto de relieve en los últimos días el caso del cardenal peruano Juan Luis Cipriani Thorne, arzobispo de Lima, que según la reconstrucción de los hechos realizada por el diario español El país el pasado 25 de enero, que fue seguida por una intervención del purpurado y una declaración en la Sala de Prensa vaticana, ha sido objeto de medidas disciplinarias por parte de la Santa Sede que fijan límites a su actividad pública, su lugar de residencia y su uso de las insignias cardenalicias.
Ello obedece a que el Papa lo considera culpable de delitos graves en materia moral y lo ha sancionado penalmente, aunque sin que nadie conozca pruebas de lo que haya podido ocasionar las mencionadas sanciones. De momento monseñor Cipriani se ha declarado inocente y ha protestado por la falta de respeto a las normas jurídicas.
Al igual que el cardenal Cipriani, el arzobispo peruano José Antonio Eguren, implicado en los sucesos que han llevado a la disolución del Sodalitium Christianae Vitae, ha denunciado que se lo ha sometido a un proceso en el que se han pasado por alto sus derechos, dando a entender con ello que en el plano jurídico la Santa Sede actúa de forma indigna para la Iglesia de Cristo.
Hay peligro de que los abusos morales de que son acusados estos prelados tapen otros abusos igual de graves desde el punto de vista jurídico. Ello puede envolver en una neblina de incertidumbre los numerosos escándalos que en los últimos años de pontificado han afectado al colegio cardenalicio, empezando por el caso del cardenal de EEUU McCarrick, al que el papa Francisco destituyó del estado clerical en febrero de 2019 por los abusos sexuales en que estuvo comprometido.
Un mes más tarde, en marzo de 2019, el arzobispo emérito de Santiago de Chile Ricardo Ezzatti Andrello, nombrado cardenal por el propio papa Bergoglio en 2014, se ha visto obligado a dimitir de sus funciones arzobispales por haber encubierto denuncias de abusos sexuales a menores.
Por aquellas mismas fechas, en Francia, el cardenal Philipe Barbarin fue condenado a seis meses de reclusión con suspensión de pena por no haber denunciado los abusos sexuales cometidos por un sacerdote de su diócesis. Si bien la condena fue anulada tras la apelación que se hizo en enero de 2020, Barbarin presentó su dimisión al arzobispo de Lyon, dimisión que el papa Francisco aceptó el siguiente mes de marzo.
El 24 de septiembre de 2020 el papa Francisco aceptó la renuncia del cardenal Becciu a los derechos anexos al cardenalato, incluido el de participar en futuros cónclaves. Becciu estaba implicado en un escándalo relativo a inversiones inmobiliarias en Londres. Siempre se ha declarado inocente, pero en diciembre de 2023 un tribunal del Vaticano compuesto íntegramente de jueces laicos lo condenó a seis años y cinco meses de reclusión, con prohibición perpetua de ejercer cargos públicos, por delitos financieros como apropiación indebida, lavado de dinero, fraude, extorsión y abuso de funciones.
No parece que haya tenido consecuencias penales el caso del cardenal Óscar Rodríguez Madariaga, arzobispo de Tegucigalpa y coordinador de la comisión que se ocupa de aconsejar al Papa en el gobierno de la Iglesia. En 1917 el prelado hondureño fue objeto de acusaciones de malas gestiones financieras, entre ellas recepción de grandes cantidades de dinero de la Universidad Católica de Honduras, de la que fue rector, pero hasta 2023, ya con 81 años, no dimitió de su cargo de arzobispo.
Los escándalos doctrinales y morales afectan ya a todo el cuerpo social de la Iglesia, desfigurando su imagen. Quien frecuente las comunidades eclesiales conocerá la lamentable situación en que muchas se encuentran. La escena presenta párrocos oportunistas y cobardes; obispos especuladores, ignorantes en teología y derecho canónico; superiores de órdenes religiosas más atentos a organizar grupos de presión dentro de sus congregaciones que al bien de los fieles; religiosos que han perdido el amor a la Iglesia e incumplen sus votos.
Y no hablemos ya del deterioro en que han caído los edificios religiosos cuando no son mantenidos por generosas contribuciones estatales y europeas, aunque por encima de todo impresiona el descuido e indiferencia con que se celebra el Santo Sacrificio de la Misa, cada vez más apartado, no sólo en su forma sino también en espíritu, del de los Apóstoles.
¿Es motivo todo esto para meterlo todo en el mismo saco y tirar por la borda con desprecio a la Iglesia visible? No es lo que haría la Virgen, que al pie de la Cruz redobló su amor por el Cuerpo llagado de Nuestro Señor. La Iglesia en la Tierra es Cristo mismo que sobrevive místicamente. La historia de la Iglesia refleja su vida. La vida entera del Hijo de Dios fue un viacrucis, y lo es también la de la Iglesia a lo largo de las peripecias de la historia. Y como en la vida de Jesús al Viernes Santo siguió el domingo triunfal de Pascua, también los miembros de la Iglesia participarán un día de su glorificación. Por eso dijo Jesús a sus discípulos: «El que persevere hasta el fin será salvo» (Mt.24,13).
Las heridas infligidas a la Iglesia por sus miembros internos deben por tanto nutrir nuestra perseverancia y confianza en la indefectibilidad de la Iglesia. Cuanto más mortificada esté, tanto más debe aumentar nuestro deseo de exaltarla y glorificarla.
Los corazones magnánimos confían en el triunfo final de la Iglesia, que está destinada a resplandecer santa e inmaculada no sólo al final de los tiempos, sino en un futuro histórico que la Providencia ciertamente traerá según sus misteriosos designios.