No nos merecemos la liturgia de la Iglesia. Es un arca del tesoro incomparable, de la que podríamos sacar lo viejo y lo nuevo, como dice el Evangelio. En cambio, lo habitual es que nos entre por un oído y salga por el otro, sin pena ni gloria y sin que nos enteremos de nada. ¡Qué desperdicio! Me atrevo a decir que, si meditásemos un poco los textos litúrgicos, podríamos saber más teología que la mitad de los que se dedican a enseñar esa materia en las universidades.
Veamos un ejemplo de hace un par de días. En estos tiempos recios en que vivimos, he perdido la cuenta de los supuestos expertos en teología a los que he oído criticar o negar el parto virginal de nuestra Señora, e incluso su virginidad en general, a pesar de que forma parte del credo (“nació de María Virgen”) y, por supuesto, de la Palabra de Dios.
Lo cierto es que la Iglesia ha enseñado siempre, como doctrina de fe, el parto virginal de nuestra Señora, que permaneció virgen antes, durante y después del parto, según la formulación clásica. Ya en el siglo segundo, la virginidad perpetua de María es mencionada en el llamado Protoevangelio de Santiago y la excepcionalidad de su parto en las Odas de Salomón o en la Ascensión de Isaías (todos ellos textos seudoepigráficos datados en los siglos I y II).
En el siglo IV, San Agustín diría, en sus Homilías, que “María fue virgen al concebir a su Hijo, virgen durante el embarazo, virgen durante el parto, virgen después del parto, virgen siempre”. San Jerónimo defendió la virginidad “después del parto” contra los herejes antidicomarianitas. También San Efrén, en Oriente, habla del parto sin dolor de la Virgen, porque de otro modo “no podría ser llamada bienaventurada” y compara la salida de Jesús del seno virginal con su entrada tras la resurrección en el cenáculo “con las puertas cerradas”. El credo de San Epifanio (a finales de ese mismo siglo IV) llamaba a nuestra Señora la “siempre virgen” (aeiparthenos en griego) y, en el año 553, el II Concilio de Constantinopla recogió dogmáticamente esa expresión: “la siempre virgen María, de la que nació el Verbo encarnado”. El Papa Horsmisdas enseñó que Cristo nació “sin menoscabar la virginidad de su madre”, en “un parto sin corrupción”.
Tiempo después, en el siglo XVI, El Papa Pablo IV acuñaría la fórmula clásica de “virgen antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”. Se trata de una doctrina tan asentada en la Iglesia que incluso Lutero y Calvino, que habían abandonado tantas enseñanzas católicas, la mantuvieron al separarse de Roma.
También en los tiempos más recientes la Iglesia ha reafirmado estas verdades. El Concilio Vaticano II, en la Lumen Gentium, dice que el parto virginal de nuestra Señora, “lejos de menoscabar, consagró su integridad virginal”, y la Iglesia la honra como la “siempre virgen”. El credo del Pueblo de Dios, de Pablo VI enseña que “creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado”. Lo mismo han recordado los papas posteriores.
Como hemos dicho antes, sin embargo, abundan los expertos “teólogos” que niegan la virginidad perpetua y el parto virginal. Para defender sus disparates contrarios a la fe católica, arguyen generalmente (y gnósticamente) que la virginidad es algo meramente “espiritual”, que lo que importa es la “actitud” de la Virgen y no la materialidad corporal de la virginidad. Nos da igual que la Virgen fuera realmente virgen o no, dicen, lo que importa es otra cosa. Al contrario, que el parto de María fuera exactamente igual que el de cualquier otra mujer hace que sea más cercana a nosotros.
Por supuesto, es patente que esa argumentación lo único que encierra es una radical incredulidad, que intenta eliminar todo aspecto sobrenatural del cristianismo porque sus defensores hace tiempo que ya no tienen fe. Conviene, sin embargo, que sepamos responder a esas alegaciones. ¿No importa nada la virginidad corporal de nuestra Señora? ¿Se trata, más bien, de una “actitud” interior? ¿María estaría más cerca de nosotros con un parto igual que todos los demás?
Por suerte para nosotros, la liturgia de la Iglesia nos lo explica en estos días de Navidad. La oración de la Liturgia de las Horas del viernes pasado (repetida en laudes, vísperas, la hora intermedia y el oficio de lecturas, para que penetre bien en nuestra mente), nos decía:
“Dios nuestro, que quisiste que en el parto de la santísima Virgen María la carne de tu Hijo no quedara sometida a la antigua sentencia dada al género humano, concédenos, ya que por el nacimiento de Cristo hemos entrado a participar de esta renovación de la creatura, que nos veamos libres del contagio de la antigua condición”.
Esta oración no tiene desperdicio y responde perfectamente a las capciosas argumentaciones de los pseudoteólogos que niegan la virginidad perpetua de nuestra Señora. En efecto, muestra que, lejos de ser algo sin importancia, la perpetua virginidad material, corporal y real de Santa María es una primicia de nuestra salvación. Es un anuncio que nos confirma que Dios puede salvarnos y nos va a salvar de la muerte y el pecado.
Tras el primer pecado, Dios, el sumo Juez, anuncia a la serpiente, al hombre y a la mujer la sentencia que va a caer sobre ellos. A la mujer le dice: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Como enseña la Iglesia, esta no es la única consecuencia del pecado para las mujeres posteriores, sino que también perdieron (al igual que los hombres) los dones preternaturales del paraíso, su naturaleza buena quedó dañada e inclinada al mal, se rompió su relación con Dios y la muerte entró en el mundo. Todo eso, para las mujeres, queda resumido en el sufrimiento que conllevará desde entonces lo más profundo de la mujer, que es la maternidad: con dolor parirás los hijos, tantas serán tus fatigas como tus embarazos.
Por eso es inmensamente significativo que el parto de la Virgen sea sin dolor y virginal. El parto excepcional de nuestra Señora es una primicia de la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado, porque anula la condena de Eva. Es precisamente la sentencia para la mujer pecadora proclamada en el Génesis la que ya no tiene poder contra la Mujer totalmente santa, la Nueva Eva. En el parto virginal de María se nos anuncia nuestra propia salvación, se muestra ante nuestros ojos para que podamos tener fe. Si Dios ya anuló las consecuencias de la antigua condena para nuestra Señora, también puede anularlas para nosotros.
Lejos de no importarnos, la corporalidad de la virginidad consagrada de Santa María es prueba fehaciente de la resurrección corporal que Cristo nos ha prometido. Sabemos que Dios tiene poder para resucitarnos con un cuerpo glorioso porque ya ha demostrado ese poder no solo en la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, sino también en el parto virginal de nuestra Señora.
En ese sentido, no es cierto que un parto “normal” haría que la Virgen estuviera más cerca de nosotros, porque lo que queremos no es que ella sea como nosotros, sino ser nosotros como ella. Solo así nos veremos libres del pecado y de sus consecuencias, de la muerte, el sufrimiento y el alejamiento de Dios. Ella es la criatura renovada, como dice la oración, que nos proclama que también nosotros podemos quedar libres del “contagio de la antigua condición”. En ella vemos lo que Dios quiere hacer con nosotros y lo que hará en nosotros, si le dejamos.
Todos los dogmas marianos nos ofrecen ese mismo anuncio de la salvación, de la creación renovada tras el daño del pecado de Adán y Eva. Las imágenes de la Inmaculada Concepción la representan pisoteando a la serpiente, porque el misterio que recuerda ese dogma es el cumplimiento de la sentencia contra el diablo: pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y el suya. Ella te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón. La virginidad perpetua y consagrada a Dios de Santa María supera la otra sentencia pronunciada sobre la mujer: sentirás atracción por tu marido y él te dominará. En la Asunción de la Virgen, se anuncia el fin de la condena de Adán: eres polvo y en polvo te convertirás. Finalmente, tanto el parto virginal de nuestra Señora como su concepción inmaculada muestran también que la victoria de Cristo va más allá del tiempo, porque ambas cosas sucedieron antes de la muerte de Cristo en la Cruz, pero como consecuencia de esa misma muerte redentora.
Cristo ha vencido al pecado y a la muerte y nos ha regalado el misterio del parto virginal de Santa María como prenda de esa victoria. ¿Cómo no vamos a alegrarnos de este misterio maravilloso de nuestra fe, que proclama el fin de la “antigua sentencia dada al género humano”? ¿Cómo vamos a dudar de él los que queremos vernos libres del “contagio de la antigua condición”? ¿Cómo nos va a dar igual a los que esperamos la resurrección gloriosa de nuestra carne mortal?
Bendito sea nuestro Señor y Salvador Jesucristo y bendita sea su Madre, siempre, siempre, siempre virgen.
AcaPrensa / Bruno Moreno / Blog Espada de doble filo