Encontré ordenando mis papeles un interesante artículo titulado “Terminó la explosión demográfica” del norteamericano Ben Wattenberg, publicado en “La Nación” el 17 de diciembre de l997.
Allí se habla del fin de la Europa que conocemos y que en sus orígenes fue un sustituto laico de la Cristiandad. Hoy ha renunciado a sus raíces cristianas y su parlamento es capaz de legislar las mayores aberraciones.
En el artículo se anticipa que en nuestros días “tal vez Europa se transformará en un continente cada vez más pequeño, de castillos e iglesias antiguas cuidados por viejos de ideas anticuadas. O bien en un lugar más pluralista, con proporciones crecientes de africanos y musulmanes, perspectiva que aterra a una gran mayoría de su electorado”.
El autor nos dice que vivimos en una “transición demográfica” pasando de “una fertilidad y mortalidad altas a fertilidad y mortalidad bajas”. El fenómeno de la urbanización “es uno de los principales impulsores de esta transición; ella refleja un cambio en la prole deseada: ya no se quieren más hijos que ayuden a trabajar la tierra, sino menos bocas que alimentar en la ciudad. Entre los demás factores, figuran: mayor educación y nuevas aspiraciones de la mujer; legalización del aborto, mayor aceptación de la homosexualidad, mejores anticonceptivos, casamientos más tardíos, aumento de los divorcios y gran reducción de los índices de mortalidad infantil”.
Excelente descripción de lo que sucede y no solo en Europa, sino también en América del Norte (Estados Unidos y Canadá), en lugares de Sudamérica (Argentina y Uruguay), en países de Asia (Japón, Corea, China).
Es posible que ingresemos a vivir en un mundo extraño, triste, donde para muchos, “los únicos parientes biológicos serán sus antepasados”.
Este es el panorama hoy, pero como escribió Charles Maurras “toda desesperación en política es una imbecilidad absoluta”. Y como somos libres relativamente, pero con una libertad alimentada por la Esperanza, las cosas pueden cambiar.
Y en algunos lugares el cambio de tendencia ya empezó. San Benito es el padre de Europa (mejor de la Cristiandad) y su herencia empieza a fructificar, desde Francia hasta Noruega, en la vida de oración, de estudio y de trabajo (ora et labora).
Un nuevo espíritu se palpa en la existencia de familias numerosas, en las Misas cuyo centro es Cristo y que renuevan en forma incruenta su supremo Sacrificio, en la presencia litúrgica tradicional, en las peregrinaciones cada vez más numerosas, en algunos seminarios colmados: declina Europa, pero resurge la Cristiandad.
No debemos confundir a la Iglesia, fundación divina, con la Cristiandad, que es un fenómeno político temporal que se traduce en la aceptación de un pueblo y su gobierno de los grandes criterios del Evangelio para regir su vida pública.
La Iglesia vivió más tiempo sin Cristiandad que con Cristiandad, que brilló en los grandes siglos medievales, en especial los XII y XIII. El Papa León XIII en su encíclica Inmortale Dei añora “un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, en la cual “la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad… organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza” (9).
Para los derrotistas de siempre “debemos renunciar a la idea de Cristiandad”, pero nosotros no estamos dispuestos a la aceptación del laicismo, ni siquiera en su versión positiva, aparentemente neutral, pero tan perversa que todos los días demuele la presencia del cristianismo en la vida pública, gobernando como si Dios no existiese o no se ocupase de las cosas humanas, en la Europa moribunda, en la Argentina muy enferma y confundida.
Sanar a la Argentina, acabar con las confusiones, con los equívocos, es una tarea inmensa. Ante ella, pidámosle al Señor, lo de los discípulos de Emaús: “quédate con nosotros”, porque sin Él no podemos hacer nada; pero con Él, podemos hacer grandes cosas, ya que iluminará nuestro entendimiento y fortalecerá nuestra voluntad.
No queremos medias tintas, sino que, en nuestra tierra, empezando por el interior de las iglesias se vuelva escuchar el tradicional canto:
“A Dios queremos en las costumbres,
Dios en el pueblo, Dios en la ley,
bajo su imperio seremos grandes,
libres del yugo de Lucifer”.
AcaPrensa / La Cigüeña de la Torre / Bernardino Montejano