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EVOCACIÓN DEL JUBILEO Y LAS INDULGENCIAS

Desde el atardecer y hasta la medianoche del 1º de enero del año 1300 multitudes de romanos se agolparon en la basílica constantiniana de San Pedro. Se había corrido la voz de que visitando el sepulcro del Pescador se alcanzaba la remisión de las penas por los propios pecados. Bonifacio Caetani, que desde hacía cinco años gobernaba la Iglesia como Bonifacio VIII, gran experto en derecho mandó buscar en el archivo y en la biblioteca pontificios una confirmación de dicha creencia.

Entre los principales actos de remisión de penas ejecutados por los pontífices que lo habían precedido, encontró el promulgado por Urbano II en Clermont (1095), que a fin de animar a los cristianos a tomar parte en la 1ª Cruzada, declaró que participar en ella equivaldría a una remisión total de las penas.

Más tarde, Bonifacio convocó al colegio cardenalicio en solemne consistorio y decidió promulgar la bula Antiquorum habet fida relatio (tenemos noticias fiables de parte de nuestros ancentros), en la que corroboró la antigua costumbre e inauguró oficialmente el primer año santo de la era cristiana. Se enviaron copias a todos los rincones del orbe cristiano, y a cada una se añadieron estos versos: «Los años seculares son en Roma jubilares. Las penas son remitidas a las almas arrepentidas. Esto declaró Bonifacio y lo confirmó».

Para que quedase eterna constancia, Bonifacio dispuso que la bula del jubileo se grabara en una losa de mármol que fue colocada en la antigua basílica constantiniana. Por la sucesiva bula Nuper per alias del 22 de febrero de 1300, festividad de la Cátedra de San Pedro, se concedió a los peregrinos llegados a Roma una indulgencia plenísima, es decir tan amplia que extinguía toda culpa y toda pena debida por los pecados cometidos de la cual se podría beneficiar todo peregrino arrepentido de sus culpas y confesado que durante el año del centenario se dirigiese a Roma para venerar a San Pedro y San Pablo visitando sus basílicas.

Mediante este acto, el Papa confirmó su plenitudo potestatis, su autoridad suprema para derramar sobre los fieles los tesoros de la Gracia que custodiaba la Iglesia.

Conservamos los detallados testimonios del primer jubileo escritos por Jacopo Stefaneschi, cardenal diácono de San Giorgio in Velabro y autor de una obra titulada De centesimo seu jubileo anno liber, redactada a comienzos del siglo XIV, así como los del gran cronista florentino Giovanni Villani y de muchos otros. Todos dan cuenta en sus escritos de que al inicio del año 1300 se congregaron mares de gentes en las calles romanas, primero de la propia urbe y más tarde llegadas de lejanas tierras de Oriente y Occidente.

En el canto XVIII del Infierno, Dante explicó que en el puente Sant’Angelo, que era de paso obligado para ir a San Pedro, las autoridades capitalinas establecieron una especie de sentido único alterno para permitir el flujo ordenado de transeúntes, mientras guardias vigilaban para que no hubiera incidentes ni desórdenes. Según Villani, descontando a los residentes habituales de la ciudad, cada día de 1300 hubo unos doscientos mil peregrinos en la urbe, a los que se llamó romeros. La mayor parte había tenido que afrontar viajes fatigosos y rebosantes de peligros.

¿Qué impulsaba a aquellos peregrinos que en cuanto divisaban a lo lejos la Ciudad Eterna entonaban entusiastas el himno Oh Roma nobilis? El tribunal de la penitencia ya había perdonado sus pecados, pero sabían muy bien que tenían que expiar en esta vida o en la otra las penas que merecían por haber ofendido a Dios. Las Sagradas Escrituras recuerdan efectivamente que en el Paraíso no puede entrar nada que sea impuro (Apocalipsis 21,27).

Las penas se pagarían en el Purgatorio, que es descrito por Dante en la segunda parte de la Divina Comedia como la suma de una montaña que se eleva en el Hemisferio Sur, en las antípodas de Jerusalén, y que según la opinión prevalente entre los teólogos se encontraba en las entrañas de la Tierra junto al Infierno. El jubileo del Papa les brindaba una oportunidad extraordinaria de abreviar las penas temporales ocasionadas por sus culpas. Desde entonces y con una frecuencia regular (al principio cada cien años, después cada veinticinco), la Iglesia ejercería en beneficio de los fieles su potestad para remitir los pecados.

Sabemos que Dante detestaba a Bonifacio VIII, al que consideraba uno de los principales responsables de la decadencia moral y espiritual de la Iglesia. En el canto XIX del Infierno, entre los culpables de simonía, Dante se encuentra con el papa Nicolás III, Giovanni Gaetano Orsini, que le profetiza la inminente llegada de Bonifacio a aquella fosa infernal, acusándolo de haber destrozado con su corrupción la Iglesia de Cristo (Infierno, XIX, 52-57).

Los historiadores de la Iglesia consideran injusto el juicio de Dante, pero destacan que a pesar de su radical aversión a Bonifacio VIII, no pone en duda su autoridad para gobernar la Iglesia. Dante adopta así la postura de San Pedro Damián, que, aunque equipara la simonía a la herejía, afirma que a pesar de su indignidad moral y sus actitudes heterodoxas los sacerdotes herejes administran válidamente los sacramentos y su jurisdicción es asimismo válida (Liber qui dicitus gratissimus, PL, 145, 100-159).

En el Purgatorio (II, 94-99), el músico Casella, célebre en Florencia y amigo de Dante, explica que su salida del Purgatorio se demoraba a causa de la aglomeración de almas en las puertas, que iban saliendo gracias al jubileo de Bonifacio VIII.

La potestad de conceder indulgencias es sin duda una de las más altas entre las que están reservadas al Vicario de Cristo, según las palabras de Cristo a San Pedro: «Lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos, y lo que desatares sobre la tierra, estará desatado en los cielos”» (Mt. XVI, 19). Estas palabras tan contundentes, que expresan la autoridad para gobernar la Iglesia, llevan en sí la autoridad para absolver los pecados no sólo en cuanto a la culpa, mediante el sacramento de la Penitencia, sino también en lo referente a la pena temporal.

No se puede dudar de los méritos de Jesús, María Santísima y los santos, cuyo tesoro acumulan, ni de la autoridad de la Iglesia para distribuir ese tesoro. Por eso el Concilio de Trento, en su conocido decreto De indulgentiis, fulmina anatema contra «quienes afirman que son inútiles o niegan que exista en la Iglesia potestad de concederlas». Eso sí, añade que «desea que se proceda con moderación en la concesión de ellas, según la antigua, y aprobada costumbre de la Iglesia; para que por la suma facilidad de concederlas no decaiga la disciplina eclesiástica» (Sesión XXV, cap. XXI).

De hecho, no se debe creer que las indulgencias eximen a los fieles de la penitencia. La iglesia otorga las indulgencias con vistas a la remisión de los pecados en lo que se refiere a satisfacer la justicia divina, pero no es su intención dispensarnos de las penas y padecimientos que son necesarios para superar las malas actitudes y vivir una vida cristiana.

Aun cuando la indulgencia sea plenaria, no evita las penas que la Divina Providencia reserva en la Tierra a los hombres como medio correctivo y de purificación. Así pues, el hijo de David murió a pesar de que este rey, después de haber pecado, ayunó y rogó para que su retoño viviese (II Re. XII, 16-18). Dios no quiso aceptar otra obra de satisfacción en lugar de la pena porque, como dice San Agustín, el Señor se la había impuesto como prueba y como corrección.

AcaPrensa / Roberto de Mattei / Traducido por Bruno de la Inmaculada

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